El Mercurio, por Eugenio Tironi, martes 2 de octubre de 2007.
Con posterioridad al 11 de septiembre pasado, Gobierno y oposición han dado señales de promover un acuerdo en torno a una estrategia de largo plazo para hacer frente a la violencia en las poblaciones de Santiago. Ya era hora de que la clase política tomara la ofensiva en esta materia, antes de que sea demasiado tarde.Como lo revela una encuesta reciente (www.ECosociALsurvey.org), la delincuencia se ha transformado en la principal fuente de temor de la población urbana, al punto de que 47 por ciento vive con el miedo de ser víctima de un robo o asalto. Este sentimiento de vulnerabilidad es mucho más agudo entre las mujeres: 61 por ciento de ellas (contra 38 por ciento de los hombres) se siente "poco o nada segura caminando por su barrio al anochecer", y 41 por ciento (contra 19 por ciento de los hombres) se siente, incluso, "poco o nada segura cuando está sola en su casa y es de noche".El temor es también superior en los grupos de menor educación e ingresos. La inseguridad ante la delincuencia es, así, una de las caras más siniestras de la desigualdad. A esto se suma que 61 por ciento de los encuestados estima que "a la gente que dirige el país no le importa lo que pase con personas como uno" (68 por ciento entre los grupos de menor educación). Esto explica la disposición extraordinariamente alta a tomar el asunto de la seguridad en sus propias manos: 43 por ciento de los encuestados justifica tener un arma de fuego para defenderse en su casa. Es urgente, pues, que la clase dirigente actúe unida y con decisión y perseverancia ante un fenómeno que corroe cruel y silenciosamente nuestra convivencia.Pero una cosa es la voluntad y otra la eficacia. Para obtener resultados se requiere un diagnóstico compartido. Hoy estamos más cerca de tenerlo. Hay más conocimiento comparado, más evidencia empírica y más experiencia en políticas públicas sobre la materia -algunas exitosas y muchas fracasadas.Pero prevalecen todavía muchos mitos. Dos se me vienen inmediatamente a la mente. El primero es que los delincuentes no van a la cárcel. El problema es, lamentablemente, otro: Chile tiene la población penal más alta de Iberoamérica, compuesta casi en su totalidad por individuos que provienen de los grupos más pobres, en su mayoría jóvenes. Para los jóvenes pobres chilenos, la experiencia de la cárcel es cada vez más corriente. El país gasta 250 mil pesos al mes por cada preso. ¿Para qué? Para que salgan de la prisión sin rehabilitarse y mejor preparados para cometer delitos, que probablemente serán de más riesgo y más violentos, para "compensar" el tiempo pasado entre rejas.Otro mito es que la justicia chilena se ha vuelto "garantista". Siempre hay casos excepcionales, pero la evidencia empírica reunida por Paz Ciudadana hasta 2006 muestra que la reforma procesal penal no ha reducido el número de sentencias de cárcel. Ahora bien, que la justicia otorgue garantía a los imputados es un principio básico de la democracia. La adhesión a este principio es muy bajo en Chile: apenas 51 por ciento está de acuerdo con que los derechos de las personas sean respetados "en toda circunstancia", una de las cifras más bajas en América Latina. Por eso mismo, la clase política debiera ser más cuidadosa con la crítica al "garantismo", pues no es inocua en una sociedad en la que los principios democráticos son particularmente débiles.Para detener el avance de la delincuencia y la inseguridad se requiere poner este tema en el centro de la agenda pública (incluyendo la agenda pro equidad) y contar con una estrategia integral para hacerle frente. Esto supone aplicar más inteligencia que prejuicios, más evidencia empírica que mitos.
martes, 2 de octubre de 2007
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