Editorial, Jueves 14 febrero 2008
Ha estremecido al país el asesinato de otros dos carabineros por delincuentes con los que se enfrentaron a balazos antenoche, en el sector norte de Santiago. Con esto, el número de efectivos de esa institución que han caído en cumplimiento de sus funciones llega a mil 17 (los dos anteriores en 2007 corresponden, respectivamente, a los cabos muertos en los incidentes nocturnos del 11 septiembre de 2007 y en el asalto a un banco en el centro de la capital, el 18 de octubre pasado). Perder la vida está dentro de los riesgos propios de su función que en todo el mundo asume un policía. Pero las características de este caso y lo que él representa como escalada marcan un hito negro.
Según los datos conocidos, no se trató de un común asalto más a una empresa: los hechores actuaron de noche y en grupo, buscando hacerlo sobre seguro; estaban bien organizados, como lo muestra su disponibilidad de movilización, armas de fuego de grueso calibre -capaz de atravesar los chalecos antibalas de los uniformados- y entrenamiento suficiente para detener su vehículo, enfrentar a la policía, con obvio desprecio de la autoridad pública, y vencerla. Está por esclarecerse si hubo alevosía -de haber rematado a las víctimas en el suelo- y si medió un secuestro. Aun sin eso, se observa una plétora de agravantes, coronadas por el hecho de que, además, los delincuentes utilizaron la misma patrullera de los asesinados para proseguir su fuga, abandonándola posteriormente.
El vocero del Gobierno, Francisco Vidal, expresó el deseo de que "ojalá sequen en la cárcel" a los responsables. La eficacia de las investigaciones policiales y la severidad de la justicia conforme a la ley son una evidente aspiración ciudadana universal. Pero, frente a la delincuencia, el país requiere mucho más que reacciones comprensiblemente emocionales. El Gobierno no es un indignado observador más del progreso incesante de la delincuencia: es el responsable de garantizar a la población un mínimo aceptable de seguridad pública, hoy inexistente.
Las políticas públicas en esta materia exigen que la policía tenga un poder de intimidación frente al delincuente potencial. Esto es normal en las democracias eficientes. Si la delincuencia no se siente intimidada, multiplica su audacia. Por tanto, todas las instancias competentes -autoridades de Gobierno a cargo de la seguridad, tribunales, fiscales, policías- deben reaccionar para que el actual desenfado con que actúan los delincuentes no pueda seguir avanzando sin ser reprimido con implacable energía, sin ambigüedades ni vacilaciones.
Si la policía no recupera su poder intimidatorio natural en un Estado de Derecho, su limitado número de efectivos está llamado a ir quedando arrinconado frente a un número de delincuentes que encuentra hoy múltiples incentivos para aumentar impunemente.
Cuando la ciudadanía percibe que la fuerza del orden legal ya no inhibe a los delincuentes, prolifera el desarrollo de la seguridad privada en los sectores que pueden costeársela. Eso es legítimo y mal puede criticarse, pero tiene costos. El constante aumento de éstos está ya incidiendo en la competitividad de nuestras empresas en el mercado internacional, pues las recarga indebidamente con algo que correspondería, lógicamente, a una función estatal financiada con los altos impuestos que pagan. Asimismo, la evidencia de un clima delictivo no contrarrestado con eficacia no contribuye a un clima de negocios que induzca a nuevas inversiones, nacionales o foráneas.
En el plano de las personas naturales, este cuadro también es alarmante. Los pudientes defienden sus vidas y sus bienes con guardias privados y variados sistemas de protección -con resultados relativos-, pero los que no lo son se encuentran en una inermidad angustiosa y desmoralizante. Como lo han advertido Paz Ciudadana y otras voces especialistas desde la década de 1990, los pobres que son víctimas de asaltos no sólo sufren una pérdida patrimonial proporcionalmente mucho peor -pues incide en su nivel mismo de subsistencia, y con menores o nulas posibilidades de reponerla-, sino que, además, a menudo decae su ánimo para trabajar o emprender, por el temor a perder los frutos de su esfuerzo.
La trágica escalada que se manifiesta en estas muertes policiales exige una respuesta eficaz de las autoridades. Ya no bastan las palabras, por fuertes que sean.
jueves, 14 de febrero de 2008
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