Domingo 6 de julio de 2008
La lección de Colombia
Donde el Estado existe, los particulares no pueden ejercer la fuerza por sí mismos. Es éste un principio que está a la base de la modernidad política. Su carencia es el problema de Colombia: ese país tiene todo o casi todo, salvo Estado en el sentido moderno de esa expresión.
Carlos Peña
En una famosa conferencia -que dictó cuando venía saliendo de una de las varias depresiones que lo acosaron-, Max Weber definió al Estado como una agencia capaz de reivindicar para sí el monopolio de la fuerza en un determinado territorio. El medio específico del Estado, dijo, es su capacidad para expropiar la fuerza y en cambio ejercerla por sí mismo. Es el mismo punto de vista de los escritores del siglo XVII: para ellos la sociedad política surge de un pacto en el que los particulares convienen en entregar el monopolio de la fuerza a un tercero -el Estado- que de allí en adelante es el único que puede ejercerla de manera legítima.
En otras palabras, hay Estado allí donde, para evitar que impere la fuerza en las relaciones sociales, se entrega toda la fuerza a un tercero.
Si Max Weber tenía razón -y la tenía-, el problema de varios países de Latinoamérica es que no han logrado constituir al Estado.
Colombia -lo acabamos de ver apenas anteayer- es uno de ellos.
Por varios respectos, Colombia invita a la admiración. Tiene contencioso administrativo (para resolver los problemas entre el ciudadano y la administración); un tribunal de casación (la última instancia en que se resuelven los problemas civiles); y un tribunal constitucional (cuyos fallos -por su sofisticación conceptual y su audacia- hacen palidecer al nuestro).
En los libros posee una estructura jurídica similar a la francesa. Y su élite es educada e internacional.
Como para causar envidia.
Salvo por un detalle: nunca ha logrado constituir del todo un Estado en el sentido weberiano de esa expresión.
El Estado -o lo que allí recibe ese nombre- no ha logrado reivindicar con éxito el monopolio de la fuerza. Desde hace medio siglo está la guerrilla; pero desde muchos antes están el caciquismo y otras formas, muy poco estatales, de ejercer el poder.
Lo que hemos visto en estos días -un puñado de rehenes liberados mediante artimañas- no debe hacer olvidar lo fundamental. Allí el Estado no logra todavía constituirse en amplias zonas del territorio, y así uno de los logros básicos de la modernidad -justamente el Estado- aún no llega a Colombia.
Ese puñado de rehenes recién liberados -y los cientos que detrás de ellos quedaron en la selva- nos recuerda así cuánta falta puede hacer el Estado.
De pronto -en especial desde los ochenta- se volvió moda descreer del Estado y sugerir -así se dijo muchas veces, sin pudor intelectual alguno- que la sociedad estaría mejor si se lograba empequeñecerlo. Si el Estado se retiraba -se proclamó citando, sin citar, a dos o tres autores- la libertad se ensanchaba y florecía.
El Estado, en vez de hacer posible la libertad, se decía, la ahoga y la inhibe. La ecuación era entonces sencilla: si había menos Estado, había más libertad; si el Estado aumentaba su presencia, la libertad tendía a escasear.
El caso de Colombia muestra, en cambio, que el Estado es la condición misma de la libertad política y personal. Allí donde no hay Estado la coacción está al alcance de cualquiera que puede ejercerla a favor de los más diversos ideales.
En cambio, allí donde el Estado logra constituirse -expropiando, como enseñó Weber, la fuerza a los particulares- la coacción se sujeta a reglas, se hace previsible y se somete a la voluntad racional y democrática de los ciudadanos.
Por eso la lección de Colombia -subrayada recién anteayer con ese puñado de rehenes liberado mediante artimañas- es que el Estado democrático no debe consentir bajo ningún pretexto que se le dispute el monopolio de la fuerza o de la coacción que, trabajosamente, ha logrado erigir. Allí donde se tolera que un grupo de personas ejerza la coacción sin reglas (y casi siempre con buenos pretextos e intenciones que aparentan sanas) principia una pendiente resbaladiza que acaba estimulando a los fanáticos a hacer de su voluntad la razón última de todo.
Por supuesto en Chile estamos lejos de una situación como la de Colombia y nada semejante ocurrirá nunca por aquí; pero no estamos muy distantes (sobre todo en algunos sectores progresistas y para qué decir en las universidades) de la tontera de creer que ejercer la autoridad es malo y que la coacción, por principio, es vergonzante para quien la ejerce
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